viernes, 15 de febrero de 2013

SIN MAYOR TRASCENDENCIA


Salí a pasear por el río.  Como siempre me aletargo, mis pasos se deslizan cansinos y complacientes mientras mis ojos  olvidan el cuerpo y se arrastran por el aire hacia el horizonte lleno de árboles, casas, astilleros y sombras.  Es la tarde, fresca, ya pronto crepuscular.  Los pocos niños que van de la mano o liberados, unos pasos más adelantes,  de sus padres murmuran sus diálogos con sus padres o sus amigos.  Las aves ya se fueron a sus nidos, dije que la tarde se rinde con su sol escuálido del verano austral.
Tranquila y solo con mi marido.   No puedo hablar, si empiezo mi conversación, me iré porque  quizás qué temas de cósmico revuelo que lo canso, a cualquiera en realidad.  Así que avanzo en silencio, mi respiración comienza ya a acezar, para el que no sabe que es acezar, respirar como vieja.  Me entusiasma que luego del paseo me iré a tomar un helado y me sentaré en el MacDonald o El Moro, depende como esté el bolsillo de abultado o no, y miraré las gentes, escucharé como una entrometida sus conversaciones que muchas veces son peligrosas, aterrantes o ingenuas, para todos los oídos.   Fuman y se desahogan, nunca escucho bien, pero les invento la continuación. (Me acordé que ya salió la ley antifumadores).
Así me enteré una vez que la vecina de la primera casa de la próxima cuadra (digo así para despistar) engañaba a su esposo, y le conté al mío, y me dijo:  ¡mira la mujer sinvergüenza!,  cuya deconstrucción es según Levy-Strauss, desarmar las palabras buscándoles la etimología, (espero no haber entendido mal), es decir, la vecina no tiene vergüenza.
La cosa que a mí no me consta solo que yo escuché allá en el café, yo siempre la veo salir con el perrito que tiene, es vieja ya, es decir tiene más de 58 años que es la edad que tengo yo.
Lo que no sé si era lo que yo escuché o la continuación que suelo inventar, pero mi marido ya estaba convencido de su infidelidad.  Venía despotricando, yo no sé qué tanto le importaba, pero no sé si han oído a los hombres viejos, deben ser viejos siempre, que se refieren sentenciosamente sobre este tipo de mujeres, o sea “infieles” o “sueltas”, porque hasta ahora no es seguro nada, solo apariencias.  Estaba oscuro cuando salimos del café un poco  alterados, porque siempre que nos ponemos a conversar de los vecinos o de los personajes de la farándula, o de alguna mujer asesinada por un hombre terminamos peleando, mi marido me dice que ella debe haber andado en pasos malos y yo le digo, bueno, algo andaría mal en ese matrimonio quizás la humillaba, la golpeaba o la restringía mucho.
Me cuenta que lo mismo le pasó a un amigo del trabajo, no sé qué fue, si la tuvo que matar o se fue con otro, y yo le digo que Simone de Beauvoir decía que la mujer era considerada el segundo sexo y que se debía respeto al marido porque era la cabeza del hogar,  pero como a ella la habían educado como a un hombre, tenía una mente y una conducta liberal, bueno por eso era filósofa. Y así nos enganchábamos en una riña absurda cada uno por distintas disquisiciones  intelectuales que terminábamos cansados luego del paseo para relajarnos y vomitando el rico helado que nos habíamos servidos allí sentados tan fraternalmente.
Cuando llegamos a nuestra casa,  la vecina salió con una bolsa de plástico como platinada y lloraba desconsoladamente, la ayudaba el sobrino que solía ir a su casa, y estaba muy nervioso, abrazaba a su tía, y esta se asía fuertemente de él, y nosotros nos  asustamos muchísimo, la carne de nuestros rostros temblaban y nuestras manos estaban crispadas,  no queríamos hablar sobre lo que habíamos estado elucubrando.
Llego una ambulancia extraña de color verde y blanco, todo estaba cubierto de sangre, una correa, unos huesos esparcidos, unos ojos, el cuadro era horripilante.    No quisimos preguntar por su marido,  el sobrino gritaba al chófer del vehículo, no quisimos hacer preguntas estábamos  anonadados, estupefactos, locos. Los perros ladraban, la gente salió de sus casas, y el vehículo se llevó a pobre perro semiasfixiado, según decían  que se había atragantado con unos tomates que traía la vecina de la feria, pero ya el perro respiraba.  El marido había entrado con las longanizas para los choripanes. Cerraron la puerta y nosotros nos fuimos a nuestra casa.  Callados. 


domingo, 10 de febrero de 2013

ELVIRA


Me duele, me duele muchísimo.  La espina se ha incrustado, no estoy segura, pero tengo un rasguño en mi dedo índice.   El jardín está repleto de rosales y otras plantas, al salir de mi casa rozo los tallos espinosos.  Me pongo de mal humor por no tener cuidado; está un poco frío a pesar de haber empezado la primavera y no llueve, recupero la  tranquilidad y una leve melancolía me trae sensaciones, imágenes de antaño que con frecuencia se me vienen,  voces y sombras de algún tiempo ya vivido, comienza a ponerse el sol y la caminata  de la gente por la calle tiene un sonido propio de la tarde, sonido de humedad tan propio del sur.  Salgo de mi casa, respiro profundamente, contemplo la verde altura alfombrada de los cerros cuando me dirijo al paradero de taxis; lleno profundamente mis pulmones, el aire gris y el diáfano trayecto que recorro con bienestar me exacerba el ánimo, pues  me ducho,  me  acomodo mis ropas bien combinadas en el cuerpo, maquillada y perfumada alargo el tranco hacia el centro.
Mi perro queda llorando, me conmueve, pero no le hago caso, lo olvido luego.  
Mi marido está trabajando todavía a esta hora en la fábrica, llegará tarde.    Lo miro al llegar cada tarde,  sus palabras que arrastra por sus cuerdas vocales al contarme sobre su trabajo,  escurren ásperas con sus comentarios rutinarios.  Comienzo a ver las pesadas horas de los  movimientos de sus brazos y piernas, la espalda levemente encorvada como si me fuera a contar una lastimosa noticia, los párpados semicaídos por el cansancio, o quizás por el tedio de volver siempre adonde mismo.
Todavía, el perro aúlla, pero cada vez menos, y espero el autocolectivo con impaciencia.
Elena  me llamó para decirme que no me acompañaría a la conferencia sobre diversidad sexual, me indigné, medito sobre su postura desde su religión protestante, ella no quiere compromisos, su única atracción son los exquisitos ademanes de terno y corbata con  quienes desea concurrir a jornadas más voluptuosas donde el sol esté ardiendo y quemando,  donde pueda gritar con el aroma afrodisíaco de la vida, mientras disimulamos la autonomía o podríamos decir, también, algo parecido al desamparo resignado,  a la ternura de la noche que ya se amilana a esta edad para nosotras. 
Cuando yo era aún adolescente, y la carrera al infierno era un canto repetido diariamente, mis manos arañaron su espalda, no quise aceptar su oferta de un departamento, y acepté vivir con el fruto concebido involuntariamente y  me casé con el amigo del barrio, sus lentes gruesos,  detrás de los cuales lucía unos ojos azules importados que se paralizaban cada vez que me mandaban a comprar, y boquiabierto tomaba el azadón para escarbar la tierra del jardín donde acabo de pincharme el dedo entre las rosas con las que según él, rivalizaba.
Mi hermana y yo entramos aquella vez a ese departamento, me culpaba haber salido sin autorización de nuestros padres, los grillos ruidosamente perfilaban la noche, asustada sabía que tendríamos que llegar antes del toque de queda, que los gritos de la noche nos despertarían y amaneceríamos nerviosas.  Años después, una tarde calurosa y nuestra madre ya fallecida,  le pregunté como había sido su vida en aquel país, nunca me respondió, no supe más de su rumbo.    Ahora,  me encontraré con él, quién dejó una impronta sorprendida en la mejilla y cada vez que me hablan de músicos, algún músico lejano con su melodiosa acción al aire que rebosa en mis oídos, yo me acoquino, ya viene el arma atravesando la habitación donde compartíamos con otros amigos.  Me acusaría y toda mi familia se doblegaría en el paredón, y no podría desistir de la culpa de esa noche.  Si me acusas acuso de comunistas a tus padres,- levantó muy fuerte la voz - yo no sabía de esas cosas, sabía que mi padre salía y volvía tarde, que ese día estaba tumbado en su cama y su rostro crispado, enrarecido y no hablaba, le pregunté qué le pasaba y su silencio me daba mucha pena.
¿Cómo estás? - le pregunto - han pasado los años, tengo una hija,  se parece a ti, grita como lo hacías tú cuando tu orgullo te henchía el pecho al mirar por televisión el desfile de tu general.  No vestía su uniforme, y su mirada en el limbo acentuaba su pedante actitud, ese garbo que me embaucó un día no parecía florear por los vientos como en aquella época, o es que ya mi edad no lee encantamientos ni mi estómago digiere locuaces palabras ni ambrosías.
Lo observaba mientras farfullaba, me acerqué para oírlo mejor, y olí su perfume de tan buena marca como siempre fue.   Le conté que su hija viajaba al extranjero frecuentemente, que tenía un cargo en una empresa aérea, que poco la veía, pero nos comunicábamos siempre.  Me miraba con mucha atención, se mordía los labios, sus manos se retorcían, y su mentón temblaba, claro, tanto tenía de qué arrepentirse, pero era tarde para mayores explicaciones, su corbata era elegante, no llevaba anillo de compromiso, quizás no olvidó la golpiza que le dieron en mi nombre los detectives, existen hombres que se solazan con violentas demostraciones de amor o desamor.  Cuando entró a la escuela, fue un acontecimiento, ya que era un hombre de estrato medio, con aspiraciones desmedidas de adueñarse de un mundo que no le pertenecía, sin embargo, había logrado un pedestal codiciado. 
Pronto, se oscurecería y quería irme, la entrevista no era más que una hoja blanca en la que podría haber escrito un mundo soñado, pero no fue así, ante sus ademanes me sentí cohibida y extraña y quise partir, me despedí.  El trató de explicarme algo, lo miré y creyendo que se acercaría a despedirse afectuosamente y desearme bienestar,    me dijo  –     ¿Dónde está mi acusador?    ¿sabes lo que es  estar encerrado tantos años,  qué debes contarme ahora,  qué les dijiste?,   estoy vivo aún en una muerte perentoria, la precariedad de esta vida no entrega nada,  y respiro dificultosamente día a día, allí vienen por mí,   ¡adiós Elvira¡ .

Serenamente,  examino cada árbol exuberante y sus flores, el lago  donde puedo mirarme sin el temor de ahogarme, , reconciliada con la vida, con la mía, desde que me nombró majestuosamente Elvira, y no Ana.