Mi despertar amatorio de mujer madura fue tardío. Avanzaba a duras penas y mis pies dejaban las huellas para luego desarmarlas el mar. Lo perseguía, corría y miraba sus muslos firmes como una encina del sur, veloces como el viento en temporal, su espalda la de un dios joven, entonces me detenía a contemplarlo con pasión, lengua que latía veloz en mi pecho y una energía ansiosa punzaba en mis caderas. Sacando cuentas, yo debía haber tenido el 80 unos veintiséis años cuando Felipe nació, su mirada me despertaba sensaciones que pensaba que ya no tenía - Me había contado que su madre salía a buscar a sus amigos, - quizás quiso sentirse deseada, nunca tendría el permiso para escarbar el sueño del cielo que sus compañeras le relataron, oculta en la hiedra de luz que ella vivía, allí desnuda rasguñaba esos cuerpos esperando que alguien le mostrara el amor, sentada en algún banco de plaza de provincia escuchaba los susurros, las promesas que siempre se iban por el despeñadero. Y su hijo de la mano la acompañaba en todos aquellos dulces laberintos.
Lo hacía hablar para escuchar la rigurosa voz de su garganta de varón seguro y firme en sus convicciones, de tener esa ilusión que todo ha comenzado con él, lo rodeaba con mis brazos y sentía en su pubis el rígido acero, su joven alegría era mi goce mayor. Morder su torso y acunarlo entre mis muslos era un estado infinito que no hubiera querido que llegara nunca la hora de partir.
Me prohibía que acudiera a la lectura de poesía de algún poeta, me reprochaba que me ocultara de otros para volar en sus labios y en la oscuridad de la calle quería poner sus manos con violencia sobre mi cuello.
Yo quería que guardara su secreto de querer castigarme, que no era yo su madre, y tenía que volver.